El jueves de la semana pasada salí a cenar con un amigo que
no veía hace tiempo. Un académico de las ciencias humanas “mainstream”, bien instalado y cómodo en el ámbito
académico.
Nos pusimos al día. Él estaba desarrollando teoría dentro de
su disciplina. Teoría que “logra explicar”, me decía, y que no cae en lo descriptivo, ni en el “saravasa”.
Cuando me tocó el turno de contar en lo que estaba trabajando en la academia,
se quedó un poco extrañado.
Le dije “estoy haciendo etnografía en grupos para los que lo más significativo,
no se puede constatar empíricamente, ni expresar en forma racional. Grupos como
el budismo zen, y los practicantes de yoga.".
Mi amigo, se mostró
escéptico acerca de la posibilidad de estudiar aquello que no es teorizable,
dado que la antropología es una ciencia racional (al menos en su matriz original). Y cómo iba a resolver ese
problema. Nos pasamos toda la noche entre cervezas, anécdotas, y un ida y
vuelta sobre este problema, en el que yo le explicaba
cómo estaba desarrollando mi trabajo, y cómo pensaba sortear los obstáculos que
se me presentaban.
“Te das cuenta que estás afuera del "Maisntream" de las
ciencias sociales. Se trabaja con bloques de teoría que
dialogan en forma coherente entre ellas.”, me decía mi amigo
“Por supuesto” le decía yo. “Reconozco la marginalidad de mi
posición. Pero acaso no te das cuenta de que sin cuestionar el valor de la
explicación, lo que estoy planteando una descentralización del racionalismo académico canónico. Lo que estoy planteándome es del orden de la teoría del conocimiento. Es una
cuestión de epistemología, o más bien de decolonización epistemológica. En suma estamos (pues hay varios académicos trabajando en esta línea) buscando abrir alguna puerta a otras formas de conocer, sin perder el rigor de
la academia.”.
Y así continuamos toda la noche en un encuentro estimulante.
Pasó el viernes, y el sábado de la misma semana, estaba en
una conversación en un contexto de trabajo espiritual, hablando con los participantes de lo bien que le hace a uno estar en contacto
con la naturaleza, y lo importante que era para el bienestar espiritual y
físico de uno, salir de Montevideo.
En ese momento comenté que existía una disciplina que se
llamaba Eco-psicología que se dedicaba a estudiar cómo la naturaleza
interactuaba con el ser humano, desde una perspectiva psicológica y espiritual.
Acto seguido, uno de los participantes, comenta su insatisfacción con que se le ponga etiquetas a todo. A algo tan simple como estar en la
naturaleza y lo bien que hace, se le ponía un nombre.
Yo me quedé callado. Y después pensé, y que
hay de malo con poner nombres a las cosas. Acaso Wittgenstein no dijo que no hay
nada afuera del lenguaje (y que seductor para los que estudiamos espiritualidad que es cuestionar eso).
Pero más simple aún: acaso la ciencia no precisa de ponerle nombres a las cosas para hacer lo que se esfuerza por hacer: conocer y entender mejor el mundo.
Pero más simple aún: acaso la ciencia no precisa de ponerle nombres a las cosas para hacer lo que se esfuerza por hacer: conocer y entender mejor el mundo.
No conozco en profundidad los
desarrollos de la llamada Eco-psicología, pero sé que ha desarrollado cosas interesantes en relación al vínculo entre la naturaleza, el hombre, y su espiritualidad. Sé que es una disciplina que tiene años de desarrollo, y de producción de conocimiento, y que cómo disciplina científica que es, necesita ponerle nombres a las cosas para proceder.
Y aquí voy al punto central de este texto, si nos ponemos a
pensar a partir de mi dos experiencias, sólo pasaron algo más de veinticuatro horas entre
una y la otra, pero la distancia entre las cosmovisiones subyacentes a ambos
encuentros, es tan abismal como la que hay entre dos polos lejanos, opuestos, y
no precisamente complementarios.
El jueves de noche tuve que esforzarme por mostrar la
solidez de mis argumentos, frente a un digno representante de la academia más
dura. Cuál era el cuestionamiento: la dificultad de aprehender el objeto de estudio.
El sábado de mañana, me encontré, una vez más de tantas en mi vida, con lo opuesto:comentarios que expresaban desdén, hacia la clasificación racional del mundo, y al acto inevitable de poner etiquetas a la experiencia.
El sábado de mañana, me encontré, una vez más de tantas en mi vida, con lo opuesto:comentarios que expresaban desdén, hacia la clasificación racional del mundo, y al acto inevitable de poner etiquetas a la experiencia.
He aquí un choque entre dos culturas, la academia, con su canon
empírico racional, y su ausencia de apertura
a lo no racional, y el mundo de los caminos espirituales con su repudio a lo
racional, y a la clasificación del mundo.
Nada nuevo para mí, vivir entre esas dos culturas, justo en
la brecha de su mutua incomprensión, y falta de predisposición para tener un encuentro.
Su mutua indiferencia epistémica.
“Entre dos culturas”, ese era el nombre del texto de Snow
que llegó a mis manos cuando empecé a estudiar antropología. Snow, un
científico de las ciencias duras, así como de las humanas a la vez, narraba sus
experiencias y reflexiones sobre el vivir en la mutua incomprensión de ambas
comunidades científicas.
Los científicos duros que miraban a los científicos humanos
como volátiles, o peor aún, como no científicos. Y estos últimos que miraban a los primeros como rígidos.
No sabía entonces que ese iba a ser mi destino, vivir entre
dos culturas, entre los representantes de las ciencias humanas, y los de los
caminos espirituales.
No sabía que al igual que Snow, iba a vivir esa brecha de incomprensión,
sufriendo y gozando a la vez del desafío de mostrar caminos para que, sin
que ambas comunidades pierdan identidad, ni renuncien a sus principios
epistemológicos y metafísicos, puedan aportarse la una a la otra, en un proceso de encuentro de saberes.
Caminos de encuentro en los que pueda surgir una tercera cosa. En el que las ciencias humanas puedan encontrar maneras diferentes de pensar, y conocer sin renunciar a su rigor. Y las espiritualidades, puedan, sin renunciar a sus aspiraciones místicas, ordenar su experiencia de una manera más nutritiva, y encontrar claridad (con un mapa más contextualizado de las vivencias) para preparar a su gente para el camino, brindando experiencias más seguras, y adecuadas al tipo de persona, y a la época en la que se está viviendo.
En suma, desarrollar una espiritualidad con menos ruido, y confusión, en un momento que, dada la inédita eclosión de espiritualidades, no vendría mal problematizar y poner un poco de contexto a las prácticas.
Caminos de encuentro en los que pueda surgir una tercera cosa. En el que las ciencias humanas puedan encontrar maneras diferentes de pensar, y conocer sin renunciar a su rigor. Y las espiritualidades, puedan, sin renunciar a sus aspiraciones místicas, ordenar su experiencia de una manera más nutritiva, y encontrar claridad (con un mapa más contextualizado de las vivencias) para preparar a su gente para el camino, brindando experiencias más seguras, y adecuadas al tipo de persona, y a la época en la que se está viviendo.
En suma, desarrollar una espiritualidad con menos ruido, y confusión, en un momento que, dada la inédita eclosión de espiritualidades, no vendría mal problematizar y poner un poco de contexto a las prácticas.
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